domingo, 20 de mayo de 2012

Capitulo 22

El sonido de la lluvia sobre el tejado de nuestra casa me devuelve el conocimiento. No obstante, lucho por volver a dormirme, envuelta en un cálido capullo de mantas, a salvo en mi hogar. Soy vagamente consciente de que me duele la cabeza, quizá tenga la gripe y por eso me dejan quedarme en la cama, aunque me da la impresión de que llevo mucho tiempo dormida. La mano de mi madre me acaricia la mejilla y yo no la aparto, como hubiese hecho de estar despierta, porque no quiero que sepa lo mucho que necesito ese contacto suyo, lo mucho que la echo de menos, aunque siga sin confiar en ella. Entonces me llega una voz, la voz equivocada, no la de mi madre, y me asusto.
--Katniss --dice--. Katniss, ¿me oyes?
Abro los ojos y se desvanece la sensación de seguridad. No estoy en casa, no estoy con mi madre; estoy en una cueva oscura y fría, con los pies descalzos helados a pesar del saco, y en el aire noto un inconfundible olor a sangre. La cara demacrada y pálida de un chico entra en mi campo de visión y, después de un sobresalto inicial, me siento mejor.
--Peeta.
--Hola. Me alegro de volver a verte los ojos.
--¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
--No estoy seguro. Me desperté anoche y estabas tumbada a mi lado, en medio de un charco de sangre aterrador. Creo que por fin has dejado de sangrar, aunque será mejor que no te sientes ni nada.
Me llevo la mano a la cabeza con precaución: me la ha vendado. Ese gesto tan simple me hace sentir débil y mareada. Peeta me acerca una botella a los labios y bebo con ganas.
--¿Estás mejor? --le pregunto.
--Mucho mejor. Lo que me inyectaste en el brazo hizo efecto. Esta mañana ya no tenía la pierna hinchada.
No parece enfadado conmigo por haberlo engañado, drogado e ido al banquete. Quizá ahora esté demasiado destrozada y espere a después para decírmelo, cuando esté más fuerte. Sin embargo, por el momento es todo amabilidad.
--¿Has comido? --le pregunto.
--Siento decir que me tragué los tres trozos de granso antes de darme cuenta de que podríamos necesitarlo para después. No te preocupes, vuelvo a seguir una dieta estricta.
--No, no pasa nada. Tienes que comer. Iré a cazar pronto.
--No demasiado pronto, ¿vale? Deja que te cunde un poco.
La verdad es que no me queda otra opción. Peeta me da para comer trocitos de granso y pasas, y me hace beber mucha agua. Me restriega los pies para calentarlos y los envuelve en su chaqueta antes de subirme el saco de dormir hasta la barbilla.
--Todavía tienes las botas y los calcetines mojados, y el tiempo no ayuda --dice.
Oigo un trueno y veo los relámpagos iluminar el cielo a través de una abertura en las rocas. La lluvia entra en la cueva por varios agujeros en el techo, aunque Peeta ha construido una especie de toldo sobre mi cabeza y la parte superior de mi cuerpo metiendo el cuadrado de plástico entre las rocas que tengo encima.
--¿Qué habrá provocado la tormenta? Es decir, ¿quién es el objetivo? --pregunta Peeta.
--Cato y Thresh --digo, sin pensar--. La Comadreja estará en su guarida, donde sea, y Clove..., ella me cortó y después... --No puedo terminar la frase.
--Sé que Clove está muerta, la vi en el cielo por la noche. ¿La mataste tú?
--No, Thresh le aplastó el cráneo con una roca.
--Qué suerte que no te cogiese a ti también.
--Lo hizo, pero me dejó marchar --respondo.
Al recordar lo sucedido durante el banquete se me revuelven las tripas. Por supuesto, no me queda más remedio que contárselo todo, las cosas que me callé porque él estaba demasiado enfermo para preguntarlas y las que no estaba lista para revivir, como la explosión, mi oído, la muerte de Rue, el chico del Distrito 1 y el pan. Todo eso me lleva a lo que pasó con Thresh y en cómo había pagado su deuda, por así llamarla.
--¿Te dejó ir porque no quería deberte nada? --pregunta Peeta, sin poder creérselo.
--Sí. No espero que lo entiendas. Tú siempre has tenido lo necesario, pero, si vivieras en la Veta, no tendría que explicártelo.
--Y no lo intentes. Está claro que soy demasiado tonto para pillarlo.
--Es como lo del pan. Parece que nunca consigo pagarte lo que te debo.
--¿El pan? ¿Qué? ¿De cuando éramos niños? --pregunta--. Creo que podemos olvidarlo. Es decir, acabas de revivirme.
--Pero no me conocías. No habíamos hablado nunca. Además, el primer regalo siempre es el más difícil de pagar. Ni siquiera estaría aquí para salvarte si tú no me hubieses ayudado entonces. De todos modos, ¿por qué lo hiciste?
--¿Por qué? Ya lo sabes --responde Peeta, y yo sacudo un poco la cabeza, aunque me duele--. Haymitch decía que costaría mucho convencerte.
--¿Haymitch? ¿Qué tiene que ver con esto?
--Nada. Entonces, Cato y Thresh, ¿eh? Supongo que sería mucho pedir que se matasen entre ellos.
Sin embargo, esa idea sólo sirve para entristecerme.
--Creo que Thresh nos hubiese caído bien, y que en el Distrito 12 podríamos haber sido amigos.
--Entonces, esperemos que Cato lo mate, para no tener que hacerlo nosotros --responde Peeta, en tono lúgubre.
No me gustaría nada que Cato matase a Thresh; de hecho, no quiero que muera nadie más, pero no es el tipo de cosa que los vencedores van diciendo por el estadio. A pesar de que hago todo lo posible por evitarlo, noto que se me llenan los ojos de lágrimas.
--¿Qué te pasa? --me pregunta Peeta, mirándome con cara de preocupación--. ¿Te duele mucho?
Le doy otra respuesta que, aun siendo cierta, puede interpretarse como un breve momento de debilidad, en vez de algo más radical.
--Quiero irme a casa, Peeta --le digo en tono lastimero, como una niña pequeña.
--Te irás, te lo prometo --responde él, y se inclina para darme un beso.
--Quiero irme ahora.
--Vamos a hacer una cosa: duérmete y sueña con casa; antes de que te des cuenta, estarás allí de verdad, ¿vale?
--Vale --susurro--. Despiértame si necesitas que monte guardia.
--Yo estoy bien y descansado, gracias a Haymitch y a ti. Además, ¿quién sabe cuánto durará esto?
¿A qué se refiere? ¿A la tormenta? ¿Al breve respiro que nos da? ¿A los juegos en sí? No lo sé, pero estoy demasiado cansada y triste para preguntar.
Cuando Peeta me despierta, ya es de noche. La lluvia se ha convertido en un aguacero que convierte las goteras de antes en auténticos ríos. Peeta ha colocado la olla del caldo para recoger lo peor y ha cambiado de posición el plástico para evitar que me caiga demasiada agua. Me siento un poco mejor, puedo sentarme sin marearme mucho y estoy muerta de hambre, igual que Peeta. Está claro que esperaba a que me despertase para comer, por lo que está deseando ponerse a ello.
No queda mucho: dos trozos de granso, un pequeño revoltijo de raíces y un puñado de fruta seca.
--¿Deberíamos racionarlo? --me pregunta.
--No, mejor nos lo terminamos. De todos modos, el granso se está poniendo malo, y sólo nos faltaría acabar enfermos por comer carne en mal estado.
Divido la comida en dos pilas iguales e intentamos comérnosla despacio, pero tenemos tanta hambre que acabamos en un par de minutos y mi estómago no se siente muy satisfecho.
--Mañana será día de caza --digo.
--No podré servirte de mucha ayuda. No he cazado nunca.
--Yo cazaré y tú cocinarás. También puedes recolectar verduras.
--Ojalá hubiese una especie de arbusto del pan por aquí --comenta Peeta.
--El pan que me enviaron del Distrito 11 todavía estaba caliente --respondo, suspirando--. Toma, mastica esto --añado, pasándole un par de hojas de menta y metiéndome unas cuantas en la boca.
Resulta difícil ver la proyección en el cielo con la tormenta, pero es lo bastante clara para saber que hoy no ha muerto nadie, así que Cato y Thresh todavía no se han encontrado.
--¿Adónde fue Thresh? Es decir, ¿qué hay al otro lado del círculo? --le pregunto a Peeta.
--Un campo; hasta donde alcanza la vista no hay más que hierbas que llegan a la altura de los hombros. No lo sé, quizás algunas tengan grano. Hay zonas de distintos colores, pero no se ven caminos.
--Seguro que algunas tienen grano y seguro que Thresh sabe cuáles. ¿Entraste?
--No, nadie tenía muchas ganas de perseguir a Thresh por la hierba. Ese sitio tenía un aire siniestro. Cada vez que miraba al campo no hacía más que pensar en cosas escondidas: serpientes, animales rabiosos y arenas movedizas. Ahí podría haber cualquier cosa.
No se lo digo, pero las palabras de Peeta me recuerdan a cuando nos advertían que no fuésemos más allá de las alambradas del Distrito 12. Durante un instante no puedo evitar la comparación con Gale, que vería el campo como una posible fuente de comida, además de como una amenaza. Thresh también lo veía así, no cabía duda. No es que Peeta sea lo que se dice blando, y ha demostrado que no es un cobarde; sin embargo, supongo que hay cosas que no se ponen en duda cuando tu casa siempre huele a pan recién hecho, mientras que Gale se lo cuestiona todo. ¿Qué pensaría Peeta de las irreverentes bromas que nos gastamos todos los días mientras incumplimos la ley? ¿Se asombraría de las cosas que decimos sobre Panem? ¿De las diatribas de Gale contra el Capitolio?
--Quizás haya un arbusto del pan en ese campo --digo--. Quizá por eso Thresh parece mejor alimentado ahora que cuando empezaron los juegos.
--O eso, o tiene unos patrocinadores muy generosos --responde Peeta--. Me pregunto qué tendríamos que hacer para que Haymitch nos enviase un poco de pan.
Arqueó las cejas antes de recordar que él no sabe nada del mensaje que nos envió Haymitch hace un par de noches: un beso equivale a una olla de caldo. Tampoco es algo que pueda soltar sin más, porque decirlo en voz alta haría al público sospechar que nos inventamos nuestro romance para granjearnos sus simpatías, y eso no nos daría nada de comer. Tengo que volver a poner las cosas en su sitio de un modo que resulte creíble. Algo sencillo, para empezar. Le estrecho una mano.
--Bueno, probablemente gastó muchos recursos para ayudarme a dejarte fuera de combate --comento, en tono travieso.
--Sí, en cuanto a eso --responde él, entrelazando sus dedos con los míos--, no se te ocurra volver a hacerlo.
--¿O qué?
--O..., o... --No se le ocurre nada bueno--. Espera, dame un minuto.
--¿Hay algún problema? --pregunto, sonriendo.
--El problema es que los dos seguimos vivos, lo que, en tu cabeza, refuerza la idea de que hiciste lo correcto.
--Sí que hice lo correcto.
--¡No! ¡No lo hagas, Katniss! --Me aprieta la mano con fuerza, haciéndome daño, y noto por su voz que está enfadado de verdad--. No mueras por mí. No me harías ningún favor, ¿de acuerdo?
--Quizá también lo hice por mí, Peeta --respondo; aunque me sorprende su intensidad, entiendo que es una oportunidad excelente para conseguir comida, así que intento seguirle el rollo--. Quizá lo hice por mí, Peeta, ¿se te había ocurrido pensarlo? Quizá no eres el único que..., que se preocupa por... qué pasaría si...
Estoy mascullando, las palabras no se me dan tan bien como a Peeta, y, mientras hablo, la idea de perderlo de verdad vuelve a golpearme y me doy cuenta de lo mucho que me dolería su muerte. No es sólo por los patrocinadores, no es por lo que pasaría al volver a casa y no es que no quiera estar sola; es él, no quiero perder al chico del pan.
--¿Qué pasaría si qué, Katniss? --me pregunta, en voz baja.
Ojalá pudiera cerrar las compuertas, bloquear este momento y ponerlo fuera del alcance de los entrometidos ojos de Panem, aunque significara perder comida. Lo que yo sienta es asunto mío.
--Ésa es la clase de tema que Haymitch me dijo que evitara --respondo, a la evasiva, aunque Haymitch nunca me haya dicho nada parecido. De hecho, seguramente me está maldiciendo a voces por soltar la pelota en un momento con tanta carga emotiva. Pero, de algún modo, Peeta recoge la pelota.
--Entonces tendré que rellenar los huecos yo solo --dice, acercándose.
Es el primer beso del que ambos somos plenamente conscientes. Ninguno está debilitado por la enfermedad o el dolor, ni tampoco desmayado; no nos arden los labios de fiebre ni de frío. Es el primer beso que de verdad hace que se me agite algo en el pecho, algo cálido y curioso. Es el primer beso que me hace desear un segundo.
Sin embargo, el segundo beso no llega. Bueno, sí, pero no es más que un besito en la punta de la nariz, porque Peeta se ha distraído con algo.
--Creo que tu herida vuelve a sangrar. Venga, túmbate. De todos modos, es hora de dormir.
Ya tengo los calcetines bastante secos, así que me los pongo y obligo a Peeta a ponerse de nuevo su chaqueta, porque es como si el frío húmedo se me metiese en los huesos y él debe de estar helado. Además, insisto en hacer el primer turno de guardia, aunque ninguno de los dos creemos que alguien aparezca con este tiempo. No obstante, él sólo acepta a condición de que yo también me meta en el saco, y tiemblo tanto que no tendría sentido negarme. A diferencia de hace dos noches, cuando notaba que Peeta estaba a varios kilómetros de mí, ahora mismo me abruma su proximidad. Cuando nos tumbamos, él me baja la cabeza para que use su brazo de almohada, mientras me pone encima el otro brazo, como si deseara protegerme, incluso dormido. Hace mucho tiempo que nadie me abraza así; desde que mi padre murió y dejé de confiar en mi madre, ningún brazo me ha hecho sentir tan a salvo.
Con la ayuda de las gafas, me quedo mirando las gotas de agua caer en el suelo de la caverna. Son rítmicas y tranquilizadoras, y doy unas cuantas cabezadas que me hacen despertar de golpe, con sentimiento de culpa y enfadada por mi debilidad. Después de tres o cuatro horas no puedo aguantarlo más y despierto a Peeta, porque se me cierran los ojos. A él no parece importarle.
--Mañana, cuando todo esté más seco, buscaré un lugar muy alto en los árboles para que los dos podamos dormir en paz --le prometo justo antes de dormirme.
·
Sin embargo, el tiempo no mejora. El diluvio continúa, como si los Vigilantes intentaran ahogarnos a todos. Los truenos son tan fuertes que parecen sacudir el suelo, y Peeta sopesa la idea de salir a buscar comida, de todos modos, pero le digo que, con esta tormenta, no tiene sentido. No podría ver lo que tiene delante de sus narices y acabará chorreando como recompensa. Sabe que tengo razón, aunque empieza a dolemos el estómago.
El día se arrastra hasta convertirse en noche y el tiempo sigue igual. Haymitch es nuestra única esperanza, pero no nos llega nada, ya sea por falta de dinero (todo costará ya una suma exorbitante) o porque no esté satisfecho con nuestra actuación. Probablemente lo segundo. Soy la primera que reconoce que hoy no hemos estado lo que se dice fascinantes: muertos de hambre, débiles por las heridas, intentando no reabrirlas. Estamos acurrucados juntos, envueltos en el saco, sí, pero sobre todo para calentarnos. Lo más emocionante que hemos hecho es dormir.
No sé bien cómo darle un empujoncito al romance. Aunque el beso de anoche estuvo bien, tengo que pensarme con detenimiento qué hacer para conseguir el siguiente. En la Veta, y también entre los comerciantes, hay chicas que saben cómo manejarse en estos temas, pero nunca he tenido mucho tiempo para esto, ni tampoco ganas. En cualquier caso, un solo beso ya no basta; de ser así, anoche habríamos conseguido comida. Mi instinto me dice que Haymitch no busca sólo afecto físico, que quiere algo más personal, el tipo de cosas que intentaba que contase sobre mí en las prácticas para la entrevista. Se me da fatal, pero a Peeta no. Quizás el mejor enfoque sea hacer que hable él.
--Peeta --digo, como si nada--, en la entrevista dijiste que estás enamorado de mí desde que tienes uso de razón. ¿Cuándo empezó esa razón?
--Bueno, a ver... Supongo que el primer día de clase. Teníamos cinco años y tú llevabas un vestido de cuadros rojos y el pelo..., el pelo recogido en dos trenzas, en vez de una. Mi padre te señaló cuando esperábamos para ponernos en fila.
--¿Tu padre? ¿Por qué?
--Me dijo: «¿Ves esa niñita? Quería casarme con su madre, pero ella huyó con un minero».
--¿Qué? ¡Te lo estás inventando!
--No, es completamente cierto. Y yo respondí: «¿Un minero? ¿Por qué quería un minero si te tenía a ti?». Y él respondió: «Porque cuando él canta... hasta los pájaros se detienen a escuchar».
--Eso es verdad, lo hacen. Es decir, lo hacían --digo.
Pensar en el panadero diciéndole eso a Peeta me desconcierta y, ante mi sorpresa, me emociona. Me parece que mi renuencia a cantar, la forma en que rechazo la música no se debe en realidad a que lo considere una pérdida de tiempo. Podría ser porque me recuerda demasiado a mi padre.
--Así que, ese día, en la clase de música, la maestra preguntó quién se sabía la canción del valle. Tú levantaste la mano como una bala. Ella te puso de pie sobre un taburete y te hizo cantarla para nosotros. Te juro que todos los pájaros de fuera se callaron.
--Venga ya --repuse, riéndome.
--No, de verdad. Y, justo cuando terminó la canción, lo supe: estaba perdido, igual que tu madre. Después, durante los once años siguientes, intenté reunir el valor suficiente para hablar contigo.
--Sin mucho éxito.
--Sin mucho éxito. Así que, en cierto modo, el que saliese mi nombre en la cosecha fue un golpe de buena suerte.
Durante un instante siento una alegría casi absurda y después no entiendo nada, porque se supone que estamos inventándonos estas cosas, fingiendo estar enamorados, no estándolo de verdad.
Pero lo que cuenta Peeta suena a verdad: la parte sobre mi padre y los pájaros, y es cierto que canté el primer día del colegio, aunque no recuerdo la canción. Y ese vestido de cuadros rojos... existía, lo heredó Prim y acabó tan desgastado que quedó hecho trizas después de la muerte de mi padre.
Eso también explicaría otra cosa: por qué Peeta se arriesgó a una paliza por darme el pan aquel horrible día. Entonces, si todos los detalles son ciertos..., ¿podría serlo lo demás?
--Tienes una... memoria asombrosa --comento, vacilante.
--Lo recuerdo todo sobre ti --responde él, poniéndome un mechón suelto detrás de la oreja--. Eras la única que no se daba cuenta.
--Ahora sí.
--Bueno, aquí no tengo mucha competencia.
Quiero retirarme, cerrar de nuevo las compuestas, pero sé que no puedo, es como si oyese a Haymitch susurrándome al oído: «¡Dilo, dilo!». Así que trago saliva y me arranco las palabras.
--No tienes mucha competencia en ninguna parte.
Esta vez, soy yo la que se inclina para besarlo.
Apenas se han tocado nuestros labios cuando el estruendo del exterior nos sobresalta. Saco el arco, con la flecha lista para disparar, pero no se oye nada más. Peeta se asoma entre las rocas y da un salto; antes de que pueda detenerlo, sale a la lluvia y me pasa algo, un paracaídas plateado atado a una cesta. La abro de inmediato y dentro hay un banquete: panecillos recién hechos, queso de cabra, manzanas y, lo mejor, una sopera llena de aquel increíble estofado de cordero con arroz salvaje, el mismo plato del que le hablé a Caesar Flickerman cuando me preguntó por lo que más me había impresionado del Capitolio.
--Supongo que Haymitch por fin se ha hartado de vernos morir de hambre --comenta Peeta al meterse en la cueva, con el rostro iluminado como el sol.
--Supongo.
Sin embargo, en mi cabeza oigo las palabras engreídas, aunque ligeramente exasperadas, de Haymitch: «Sí, eso es lo que busco, preciosa».

9 comentarios:

  1. Me ha encantado, este capitulo fue una ignicion para mi relacion con mi perro, antes teniamos solo sexo comun entre perro y humano, pero ahora es apasionado, asique muchas gracias gente!!

    ResponderEliminar
  2. Oww, que bonito! ♡Peeta&Katniss♡

    ResponderEliminar
  3. La película debió tomar más del diálogo entre Peeta y Katniss. Le faltó ahí más precisión.

    ResponderEliminar