sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 3

Los ojos de Buttercup reflejan la tenue luz de la bombilla de seguridad que hay
sobre la puerta. Está tumbado en el hueco del brazo de Prim, de vuelta a su trabajo
de protegerla de la noche. Mi hermana está acurrucada junto a mi madre; dormidas
tienen el mismo aspecto que la mañana de la cosecha que me llevó a mis primeros
Juegos. Yo tengo una cama para mí sola porque estoy recuperándome y porque, de
todos modos, nadie puede dormir conmigo con tantas pesadillas y patadas.
Después de dar vueltas durante horas, por fin acepto que pasaré la noche en vela,
así que, bajo la atenta mirada de Buttercup, voy de puntillas por el frío suelo de
baldosas hasta la cómoda.
El cajón del centro contiene la ropa que me han dado aquí. Todos vestimos los
mismos pantalones y camisas grises, con la camisa metida por dentro. Debajo de la
ropa guardo las pocas cosas que llevaba cuando me sacaron de la arena: mi insignia
del sinsajo; el símbolo de Peeta, el medallón de oro con fotos de Prim, Gale y mi
hermana; un paracaídas plateado con la espita para sacar agua de los árboles; y la
perla que Peeta me dio unas horas antes de que mi flecha hiciera volar por los aires el
campo de fuerza. El Distrito 13 confiscó mi tubo de pomada dermatológica para
usarla en el hospital, y mi arco y mis flechas porque sólo los guardias pueden llevar
armas. Los tienen a buen recaudo en la armería.
Tanteo en busca del paracaídas y meto los dedos dentro hasta dar con la perla.
Después me siento en mi cama con las piernas cruzadas y me acaricio los labios con
la suave superficie irisada de la perla. No sé por qué, pero me calma; es como un frío
beso de la persona que me la regaló.
‐ ¿Katniss? ‐susurra Prim. Está despierta y me mira a través de la oscuridad‐. ¿Qué
te pasa?
‐ Nada, un mal suelo. Vuelve a dormir.
Es automático, siempre aparto a Prim y a mi madre para protegerlas.
Con cuidado de no despertar a nuestra madre, Prim se baja de la cama, recoge a
Buttercup y se sienta a mi lado. Me toca la mano en la que tengo la perla.
‐ Estás fría ‐me dice; saca una manta extra de los pies de la cama, nos enrolla con
ella a los tres, y me envuelve también en su calor y el calor del pellejo de Buttercup‐.
Podrías contármelo, ¿sabes? Se me da bien guardar secretos, no se lo diría a nadie. Ni
siquiera a mamá.
Entonces se ha ido de verdad, se ha ido la niña pequeña a la que le colgaba la
blusa como si fuera la colita de un pato, la que necesitaba ayuda para llegar a los
platos, la que suplicaba ver los pasteles glaseados del escaparate de la panadería. El
tiempo y la tragedia la han obligado a crecer demasiado deprisa, al menos para mi
gusto, y ahora es una joven que sutura heridas sangrantes y sabe que nuestra madre
no puede enterarse de todo.
‐ Mañana por la mañana voy a aceptar convertirme en el Sinsajo ‐le confieso.
‐ ¿Porque quieres o porque te ves obligada?
‐ Las dos cosas, supongo ‐respondo, entre risas‐. No, quiero hacerlo. Tengo que
hacerlo si ayuda a que los rebeldes derroten a Snow. ‐Aprieto la perla con fuerza en
el puño‐. Pero es que… Peeta… Temo que los rebeldes lo ejecuten por traidor si
ganamos.
Prim se lo piensa un poco.
‐ Katniss, no creo que entiendas lo importante que eres para la causa, y la gente
importante suele conseguir lo que desea. Si quieres mantener a Peeta a salvo de los
rebeldes, puedes.
Supongo que soy importante. Se tomaron muchas molestias para rescatarme y,
además, me llevaron al 12.
‐ ¿Quieres decir… que podría exigir que otorguen inmunidad a Peeta? ¿Y tendrían
que aceptar?
‐ Creo que podrías exigir lo que quisieras y ellos tendrían que aceptarlo ‐afirma
Prim, arrugando la frente‐. Pero ¿cómo puedes asegurarte de que mantengan su
palabra?
Recuerdo todas las mentiras que Haymitch nos contó a Peeta y a mí para
conseguir lo que quería. ¿Cómo lograr que los rebeldes no rompan el trato? Una
promesa verbal detrás de puertas cerradas o una promesa en papel podrían
evaporarse después de la guerra. Podrían negar su existencia o su validez, y los
testigos en la sala de mando no servirían de nada. De hecho, seguramente serían los
que firmaran la sentencia de muerte de Peeta. Necesito un grupo de testigos mucho
mayor. Necesito todos los que pueda.
‐ Será en público ‐digo en voz alta. Buttercup da un rabotazo, como si estuviera de
acuerdo‐. Haré que Coin lo anuncie delante de toda la población del 13.
‐ Eso suena bien ‐responde Prim, sonriendo‐. No es una garantía, pero será mucho
más difícil que se retracten.
Siento el alivio de haber llegado a una solución real.
‐ Debería despertarte más a menudo, patito.
‐ Ojalá lo hicieras ‐dice Prim, y me da un beso‐. Intenta dormir, ¿vale?
Y lo hago.
Por la mañana veo que tengo «7:00 ‐ Desayuno», seguido inmediatamente de «7:30
‐ Mando», lo que me viene bien, ya que será mejor que empiece lo antes posible. En el
comedor paso mi horario, que incluye algún número de identificación, por delante
de un sensor. Mientras deslizo la bandeja por el estante metálico detrás del que se
encuentran los contenedores de comida, veo que el desayuno es tan predecible como
siempre: un cuenco de cereales calientes, una taza de leche y un puñadito de fruta o
verdura. Hoy: puré de nabos. Todo ello sale de las granjas subterráneas del 13. Me
siento en la mesa asignada a los Everdeen, los Hawthorne y algunos otros
refugiados, y me trago la comida deseando repetir, pero aquí nunca se repite. Han
convertido la nutrición en una ciencia exacta, tienes que consumir las calorías
suficientes para llegar a la siguiente comida, ni más ni menos. El tamaño de las
raciones se basa en tu edad, tu altura, tu constitución, tu salud y la cantidad de
trabajo físico que exige tu horario. La gente del 12 recibe porciones algo más grandes
que los nativos del 13 para que ganemos algo de peso. Supongo que los soldados
esqueléticos se cansan demasiado deprisa. Sin embargo, funciona; en un mes
empezamos a parecer más sanos, sobre todo los niños.
Gale coloca su bandeja junto a la mía, y yo intento no quedarme mirando sus
nabos con cara penosa, porque estoy deseando comer más y él siempre me pasa su
comida a la mínima de cambio. Aunque me concentro en doblar con mucho primor
la servilleta, una cucharada de nabos aterriza en mi cuenco.
‐ Tienes que dejar de hacer esto ‐le digo, pero como ya estoy comiéndomelo, no
resulto muy convincente‐. De verdad. Seguro que es ilegal o algo así.
Tienen normas muy estrictas sobre la comida. Por ejemplo, si no te terminas algo y
quieres guardarlo para después, no puedes sacarlo del comedor. Al parecer, en los
primeros días hubo algún incidente con la gente que acaparaba comida. Para unas
personas como Gale y como yo, que llevamos años suministrando comida a nuestras
familias, es difícil. Sabemos pasar hambre, pero no que nos digan cómo manejar las
provisiones que tenemos. En cierto modo, el Distrito 13 es más controlador que el
Capitolio.
‐ ¿Qué van a hacer? Ya me han quitado el brazalector ‐responde Gale.
Mientras rebaño el cuenco tengo un momento de inspiración:
‐ Oye, quizá debería poner eso como condición para ser el Sinsajo.
‐ ¿Que pueda darte mi puré de nabos?
‐ No, que podamos cazar ‐digo, captando su atención‐. Tendríamos que entregarlo
todo en la cocina, pero podríamos… ‐No tengo que terminar la frase: podríamos estar
al aire libre, en el bosque, volver a ser nosotros mismos.
‐ Hazlo. Ahora es el momento, podrías pedir la luna y tendrían que encontrar la
forma de bajártela.
No sabe que ya voy a pedirles la luna cuando exija el perdón de Peeta. Antes de
decidir si se lo cuento o no, un timbre marca el final del turno de comedor. La idea de
enfrentarme a Coin sola me pone nerviosa.
‐ ¿Qué tienes en tu horario?
Gale se mira el brazo:
‐ Clase de historia nuclear. Donde, por cierto, se ha notado tu ausencia.
‐ Tengo que ir a la sala de mando, ¿vienes conmigo?
‐ Vale, pero quizá me echen después de lo de ayer.
Cuando vamos a soltar las bandejas, añade:
‐ ¿Sabes? Será mejor que metas a Buttercup en tu lista de exigencias. No creo que
aquí conozcan bien el concepto de mascotas inútiles.
‐ Oh, le encontrarán un trabajo. Le tatuarán la pata todas las mañanas ‐respondo,
pero tomo nota mental de incluirlo, por Prim.
Al llegar a la sala de mando, Coin, Plutarch y los suyos ya están reunidos. La
aparición de Gale hace que algunos arqueen las cejas, pero nadie lo echa. Mis notas
mentales se han hecho un lío, así que pido papel y lápiz nada más llegar. Mi aparente
interés en el proceso (la primera vez que lo demuestro desde que llegué aquí) los
pilla por sorpresa. Se miran entre ellos. Seguramente me tenían preparado un sermón
superespecial, sin embargo, Coin en persona me pasa el material, y todos guardan
silencio mientras me siento y me pongo a garabatear la lista: «Buttercup. Cazar.
Inmunidad de Peeta. Anunciado en público».
Ya está. Es probable que se trate de mi única oportunidad para negociar.
«Piensa, ¿qué más quieres?»
Lo noto a mi lado, de pie, y añado «Gale» a la lista. Creo que no podría hacer esto
sin él.
Empieza a dolerme la cabeza otra vez y mis ideas se enredan. Cierro los ojos y
empiezo a recitar en silencio: «Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi
casa está en el Distrito 12. Estuve en los Juegos del Hambre. Escapé. El Capitolio me
odia. A Peeta lo capturaron. Está vivo. Es un traidor, pero está vivo. Tengo que
mantenerlo con vida…».
La lista. Sigue pareciendo demasiado corta, debería intentar pensar con más
perspectiva, más allá de nuestra situación actual, en un futuro en el que quizá yo ya
no valga nada. ¿No debería pedir más? ¿Por mi familia? ¿Por el resto de los míos?
Las cenizas de los muertos hacen que me pique la piel. Recuerdo el enfermizo sonido
de mi pie al dar contra la calavera; el aroma de la sangre y las rosas me aguijonea la
nariz.
El lápiz se mueve solo por la página. Abro los ojos y veo las letras temblorosas:
«Yo mato a Snow». Si lo capturan, quiero ese privilegio.
Plutarch tose con discreción:
‐ ¿Ya has terminado?
Levanto la mirada y miro la hora: llevo sentada aquí veinte minutos. Finnick no es
el único con problemas de concentración.
‐ Sí ‐respondo con voz ronca, así que me aclaro la garganta‐. Sí, éste es el trato: seré
vuestro Sinsajo.
Espero a que terminen con sus suspiros de alivio, sus palabras de felicitación y sus
palmaditas en la espalda. Coin permanece tan impasible como siempre,
observándome, poco impresionada.
‐ Pero tengo algunas condiciones ‐continúo, alisando la hoja‐. Mi familia se queda
con nuestro gato.
Esa petición, la más insignificante, da lugar a un gran debate. Los rebeldes del
Capitolio no le dan importancia, claro que puedo quedarme mi mascota, mientras
que los del 13 enumeran las extremas dificultades que eso presenta. Al final se decide
que nos mudemos al nivel superior, que cuenta con el lujo de una ventana de veinte
centímetros que da al exterior. Buttercup puede entrar y salir a hacer sus cosas, y se
espera de él que se busque comida por su cuenta. Si se salta el toque de queda, lo
dejan fuera. Si provoca problemas de seguridad, le pegarán un tiro de inmediato.
Me suena bien, no difiere mucho de su forma de vida desde que nos fuimos, salvo
por lo del tiro. Si lo veo demasiado delgado, siempre puedo pasarle algunas tripas si
acceden a mi siguiente petición.
‐ Quiero cazar. Con Gale. En el bosque ‐digo, y todos guardan silencio.
‐ No iremos lejos, usaremos nuestros propios arcos y podéis usar la carne en la
cocina ‐añade Gale.
Me apresuro a seguir hablando antes de que digan que no.
‐ Es que… no puedo respirar aquí encerrada como un… Me pondría mejor más
deprisa si… si pudiera cazar.
Plutarch empieza a explicar los inconvenientes (los peligros, la seguridad
adicional, el riesgo de heridas), pero Coin lo corta.
‐ No, dejad que lo hagan. Dadles un par de horas al día, las descontaremos de su
tiempo de entrenamiento. Un radio de medio kilómetro con unidades de
comunicación y dispositivos de seguimiento en los tobillos. ¿Qué más?
Repaso la lista:
‐ Gale. Lo necesito a mi lado para hacer esto.
‐ ¿A tu lado cómo? ¿Fuera de cámara? ¿En todo momento? ¿Quieres que lo
presentemos como tu nuevo amante? ‐pregunta Coin.
No lo ha dicho en tono burlón, sino todo lo contrario, de manera muy práctica,
pero se me abre la boca igual.
‐ ¿Qué?
‐ Creo que tendríamos que seguir con el romance actual. Si abandona tan deprisa a
Peeta puede que la audiencia pierda simpatía por ella ‐dice Plutarch‐. Sobre todo
porque creen que está embarazada.
‐ Cierto. Entonces, en pantalla Gale puede ser un compañero rebelde más. ¿Te
parece bien? ‐dice Coin, y yo me quedo mirándola; ella lo repite, impaciente‐: Para
Gale, ¿es suficiente?
‐ Siempre podemos presentarlo como tu primo ‐dice Fulvia.
‐ No somos primos ‐respondemos Gale y yo a la vez.
‐ Ya, pero quizá deberíamos mantenerlo delante de las cámaras, por las
apariencias ‐dice Plutarch‐. Fuera de cámara, es todo tuyo. ¿Algo más?
Me ha puesto nerviosa el giro de la conversación, la insinuación de que estaría
dispuesta a deshacerme de Peeta, de que estoy enamorada de Gale, de que todo ha
sido puro teatro. Me empiezan a arder las mejillas. Resulta humillante que crean que
dedico tiempo a pensar en quién quiero que presenten como mi amante, teniendo en
cuenta las circunstancias actuales.
‐ Cuando acabe la guerra, si ganamos, indultaréis a Peeta.
Silencio total. Noto que Gale se tensa, supongo que debería habérselo dicho antes,
pero no estaba segura de su reacción, ya que tenía que ver con Peeta.
‐ No se le castigará de ninguna forma ‐sigo diciendo, y se me ocurre añadir algo
más‐. Lo mismo vale para los demás tributos capturados, Johanna y Enobaria.
La verdad es que no me importa Enobaria, la cruel tributo del Distrito 2; de hecho,
no la soporto, pero me parece mal dejarla fuera.
‐ No ‐responde Coin sin más.
‐ Sí ‐replico‐. No es culpa suya que los abandonaseis en la arena. ¿Quién sabe lo
que les estará haciendo el Capitolio?
‐ Se les juzgará junto con los demás criminales de guerra y se les tratará como
disponga el tribunal ‐dice ella.
‐ ¡Se les garantizará la inmunidad! ‐Me levanto de la silla con voz potente‐. Tú en
persona lo prometerás delante de toda la población del Distrito 13 y lo que queda del
12. Pronto. Hoy. Quedará grabado para generaciones futuras. Tanto tú como tu
Gobierno os haréis responsables de su seguridad, ¡o tendréis que buscaros a otro
Sinsajo!
Mis palabras quedan flotando en el aire un largo instante.
‐ ¡Ésa es ella! ‐oigo que Fulvia susurra a Plutarch‐. Justo ahí, con el disfraz, los
disparos de fondo y un poco de humo.
‐ Sí, eso es lo que queremos ‐responde Plutarch en voz baja.
Me gustaría lanzarles una mirada asesina, pero creo que sería un error apartar la
vista de Coin. Veo que calcula el coste de mi ultimátum, que sopesa si lo merezco.
‐ ¿Qué dices, presidenta? ‐pregunta Plutarch‐. Podrías conceder un perdón oficial,
dadas las circunstancias. El chico… ni siquiera es mayor de edad.
‐ De acuerdo ‐dice al fin Coin‐. Pero será mejor que cumplas.
‐ Cumpliré cuando hayas hecho el anuncio ‐respondo.
‐ Convocad una asamblea de seguridad nacional durante la hora de reflexión de
hoy ‐ordena‐. Haré el anuncio entonces. ¿Queda algo en tu lista, Katniss?
Tengo el papel hecho una bola en mi puño derecho, así que aliso la hoja sobre la
mesa y leo las irregulares letras.
‐ Sólo una cosa más: yo mato a Snow.
Por primera vez veo la sombra de una sonrisa en los labios de la presidenta.
‐ Cuando llegue el momento, las dos lo echaremos a suertes ‐responde.
Quizá esté en lo cierto, la verdad es que no soy la única con derecho a reclamar la
vida de Snow, y creo que ella es perfectamente capaz de hacer el trabajo.
‐ Me parece justo ‐transijo.
Coin mira brevemente su brazo y el reloj. Ella también tiene que seguir un horario.
‐ La dejo en tus manos, Plutarch.
Sale de la sala, seguida de su equipo, y nos quedamos Plutarch, Fulvia, Gale y yo
misma.
‐ Excelente, excelente ‐dice Plutarch, dejándose caer en la silla con los codos en la
mesa, restregándose los ojos‐. ¿Sabes lo que echo de menos más que nada? El café.
¿Tan impensable es tener algo con lo que tragar mejor las gachas y los nabos?
‐ No sabíamos que aquí serían tan estrictos ‐nos explica Fulvia mientras masajea
los hombros de Plutarch‐. No en los puestos más elevados.
‐ O que al menos contaríamos con la opción de hacer algo al margen ‐añade
Plutarch‐. Bueno, incluso en el 12 teníais un mercado negro, ¿no?
‐ Sí, el Quemador ‐dice Gale‐. Allí es donde intercambiábamos.
‐ ¿Lo ves? ¡Y mira lo éticos que habéis salido los dos! Prácticamente incorruptibles.
‐Plutarch suspira‐. Oh, bueno, las guerras no duran para siempre. En fin, me alegra
teneros en el equipo ‐comenta, y se dispone a aceptar el enorme cuaderno
encuadernado en cuero que Fulvia le ofrece‐. Ya sabes, a grandes rasgos, lo que
esperamos de ti, Katniss. Sé que no estás del todo conforme con tu participación.
Espero que esto te ayude.
Plutarch me pasa el cuaderno. Durante un instante lo miro con suspicacia, pero la
curiosidad me puede y lo abro. En el interior hay un retrato de mí, firme y fuerte, con
un uniforme negro. Sólo existe una persona capaz de haber diseñado el traje, que a
primera vista parece muy práctico, pero que resulta ser una obra de arte: la caída del
casco, la curva del peto, el ligero abullonado de las mangas que deja ver los pliegues
blancos bajo los brazos… En sus manos, vuelvo a ser un sinsajo.
‐ Cinna ‐susurro.
‐ Sí, me hizo prometer no enseñártelo hasta que decidieras por ti misma ser el
Sinsajo. Créeme, ha sido una gran tentación ‐dice Plutarch‐. Venga, echa un vistazo.
Paso las páginas despacio, examinando todos los detalles del uniforme: las
minuciosas capas de blindaje, las armas ocultas en las botas y el cinturón, el refuerzo
especial sobre el corazón… En la última página, bajo el boceto de mi insignia del
sinsajo, Cinna ha escrito: «Todavía apuesto por ti».
‐ ¿Cuándo…? ‐empiezo, pero me falla la voz.
‐ Veamos… Bueno, después del anuncio del Vasallaje de los Veinticinco. ¿Unas
cuantas semanas antes de los Juegos, quizá? Además de los bocetos, tenemos tus
uniformes. Oh, y Beetee tiene algo muy especial esperándote en la armería. No te
daré pistas, no quiero arruinar la sorpresa.
‐ Vas a ser la rebelde mejor vestida de la historia ‐dice Gale, sonriendo. De repente
me doy cuenta de que había estado aguantándose. Igual que Cinna, desde el
principio quería que tomara esta decisión.
‐ Nuestro plan es lanzar un asalto a las ondas ‐dice Plutarch‐. Hacer lo que
nosotros llamamos «propos» (abreviatura de spots de propaganda) en los que salgas
tú y emitirlos para que los vea todo Panem.
‐ ¿Cómo? El Capitolio controla las emisiones ‐dice Gale.
‐ Pero nosotros tenemos a Beetee. Hace unos diez años básicamente rediseñó la red
subterránea que transmite toda la programación. Cree que existe una posibilidad real
de conseguirlo. Obviamente, necesitaremos algo que emitir, así que, Katniss, el
estudio te espera cuando quieras. ¿Fulvia? ‐añade después, dirigiéndose a su
ayudante.
‐ Plutarch y yo hemos estado hablando sobre cómo demonios enfocar esto.
Creemos que lo mejor sería construir a nuestro líder rebelde, construirte a ti, desde
fuera… hacia dentro. Es decir, vamos a buscarte el look de Sinsajo más
despampanante que podamos ¡y después te fabricaremos una personalidad que esté
a la altura! ‐exclama Fulvia alegremente.
‐ Ya tenéis su uniforme ‐comenta Gale.
‐ Sí, pero ¿está Katniss herida y ensangrentada? ¿Arde en ella el fuego de la
rebelión? ¿Hasta qué punto podemos ensuciarla sin repugnar a los espectadores? En
cualquier caso, tiene que impresionar. Es decir, está claro que esto… ‐dice Fulvia,
atrapándome rápidamente la cara entre las manos‐ no nos sirve. ‐Aparto la cara por
reflejo, pero ella ya está recogiendo sus cosas‐. Por tanto, con eso en mente, tenemos
otra sorpresita para ti. Venid, venid.
Fulvia nos hace un gesto, y Gale y yo la seguimos a ella y a Plutarch al pasillo.
‐ A veces las mejores intenciones pueden resultar muy insultantes ‐me susurra
Gale.
‐ Bienvenido al Capitolio ‐contesto en voz baja.
Sin embargo, las palabras de Fulvia no me afectan. Abrazo con fuerza el cuaderno
de bocetos y me permito tener esperanza. Si Cinna lo quería, debe de ser la decisión
acertada.
Subimos al ascensor, y Plutarch consulta sus notas.
‐ Veamos, es el compartimento tres, nueve, cero, ocho.
Pulsa el botón que pone «39», pero no pasa nada.
‐ Tendrás que meter la llave ‐comenta Fulvia.
Plutarch saca una llave que lleva colgada de una delgada cadena bajo la camisa y
la mete en una rendija que no había visto antes. Las puertas se cierran.
‐ Ah, ya estamos.
El ascensor desciende diez, veinte, treinta y tantas plantas, aunque yo creía que el
Distrito 13 no abarcaba tanto. Al parar, las puertas se abren a un pasillo lleno de
puertas rojas que casi parecen decorativas comparadas con las grises de los pisos
superiores. Cada una lleva un número: 3901, 3902, 3903…
Cuando salimos, me vuelvo y veo que unas rejas metálicas se cierran sobre las
puertas normales del ascensor. Al mirar de nuevo adelante, un guardia ha salido de
una de las habitaciones del otro extremo del pasillo. Una puerta se cierra en silencio
detrás de él mientras se acerca a nosotros.
Plutarch se acerca a saludarlo levantando una mano, y el resto lo seguimos. Aquí
hay algo que no encaja; es algo más que el ascensor blindado, la claustrofobia de
estar a tantos metros bajo tierra y el olor a antiséptico. Con sólo mirar a Gale sé que él
también lo nota.
‐ Buenos días, estábamos buscando… ‐empieza a decir Plutarch.
‐ Se han equivocado de planta ‐lo interrumpe el guardia.
‐ ¿En serio? ‐pregunta Plutarch, consultando sus notas‐. Tengo aquí apuntada la
tres, nueve, cero, ocho. ¿Podría hacer una llamada a…?
‐ Me temo que debo pedirles que se marchen ahora mismo. Las discrepancias en
las asignaciones se solucionan en las oficinas centrales ‐dice el guardia.
Está justo delante de nosotros, el compartimento 3908, a unos cuantos pasos. La
puerta (de hecho, todas las puertas) parecen incompletas. No tienen pomos. Se
abrirán al empujarlas como la que ha utilizado el guardia.
‐ ¿Y dónde era eso, por favor? ‐pregunta Fulvia.
‐ Encontrarán las oficinas centrales en el nivel siete ‐responde el guardia mientras
extiende los brazos para acorralarnos de vuelta al ascensor.
Del otro lado de la puerta 3908 me llega un sonido, un gemido muy débil, como
un perro asustado que intenta evitar que le peguen, aunque con un tono muy
humano y familiar. Miro a Gale a los ojos un segundo, pero con eso basta para dos
personas que funcionan como nosotros. Dejo caer el cuaderno de Cinna a los pies del
guardia haciendo mucho ruido. Un segundo después de que se agache a recuperarlo,
Gale también se agacha y se choca a posta con su cabeza.
‐ Oh, lo siento ‐dice, soltando una risita y agarrándose a los brazos del guardia
como si pretendiera recuperar el equilibrio, aunque lo que en realidad hace es
volverlo un poco para que no me vea.
Es mi oportunidad, paso corriendo junto al guardia distraído, abro la puerta que
pone 3908 y allí me los encuentro, medio desnudos, llenos de moratones y esposados
a la pared.
Mi equipo de preparación.

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